Hace doce años, una profesora de cierta primaria consideró beneficioso que sus alumnos vieran un documental sobre el calentamiento global. Tema bastante sonado pero que por alguna razón no impactaba en las personas como debería, como debemos buscar que impacte. Así, a mis ocho años, vi por primera vez a un oso polar asustado por los cambios en su hogar. Observé inmensas cantidades de basura en lugares que en ese instante creí lejanos. Me preocupé. ¿Por qué hubo diferencias entre mi sentir y el de otros niños?
A lo largo de mi vida continué notando diferencias. Unos separaban la basura, otros preferían culpar al basurero de revolverla y así ahorrarse el crucial hábito. Vi personas capaces de caminar a la orilla de la playa sin sentir punzadas en el estómago al ver pañales flotando en el mar o ríos contaminados o personas que deben aprender a tolerar olores nauseabundos afuera de sus casas, porque ahí les tocó vivir, porque así siempre ha sido. Cambiar implica romper con las costumbres y es más fácil mantenernos quietos, a la espera de… ¿de qué? ¿De perderlo todo, perdernos entre hedores y enfermedades?